Poesía de los sueños
MARINERO DE TIERRA ADENTRO
Después de la cena, salimos a cubierta a charlar, fumar y hacer hora para acostarnos pronto porque al amanecer empezaba la faena de izar los palangres y recoger el pescao. Todas las noches me quedaba un buen rato en cubierta acompañando al marinero de guardia. Tumbado boca arriba mientras el barco fondeado era mecido por la marea, contemplaba el brillo de las estrellas, un cielo enorme en una noche clara solo comparable a la visión que, años más tarde, contemplé en el desierto del Sáhara. Tardaba en dormirme. Estaba en la mar, estaba faenando como un pescador más, estaba viviendo las historias que, tantas veces me habían contado. A veces, me pellizcaba para cerciorarme de que no era un sueño. Al alba, daba la voz el cocinero de que el café ya estaba listo y, después de tomarlo, el patrón ponía rumbo hacia el primer gallo y daba las indicaciones para comenzar la faena de izar los palangres. Como es comprensible, en esta faena tampoco intervenía yo, es peligrosa y precisa de experiencia;
pero la contemplaba, junto a Bernardo, desde el puente.
El extremo de cada palangre, tanto el de babor como el de estribor, se amarra a las ruedas de una maquinilla que lo va enrollando mientras el barco avanza lentamente. Cuando llega un pescado enganchado a un anzuelo, el marinero de cubierta lo coge con el “cocle” (gancho) y lo iza a bordo mientras otro marinero corta el sedal y le quita el anzuelo y, entonces, intervenía yo: con el caballo limpiaba bien el pescado antes de que los marineros encargados lo bajasen a la bodega y lo cubriesen de hielo picado. Hasta que no acababa la faena de izado de palangres, el cocinero no preparaba la comida, fuese la hora que fuese. En la mar no existen horas para comer ni para dormir; la faena es lo primero y hasta que no se termina, no se acaba. Recuerdo que, un día, no encontrábamos el palangre de estribor. Por la noche, cruzó un barco por encima de él, lo partió y la marea hizo el resto: lo alejó no sé cuántas millas. Bernardo, marcó
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